Cayucos en la tele (I)
El documental fue especialmente emocionante porque tuvo el acierto de poner cara y nombres propios a esas “sombras” que de cuando en cuando abren los telediarios. Figuras oscuras, tiritantes, asustadas, que bajo una manta de la Cruz Roja, con grandes ojos blancos, miran abatidas al infinito cuando llegan a las playas españolas o son rescatados en alta mar por la Guardia Civil. Figuras a veces también tendidas en playas andaluzas cuya mirada vemos entonces hueca y su cuerpo inflado por el agua de mar. La odisea desvela la incomodidad del viaje, el miedo, la incertidumbre, el peligro real.
Al tercer día de viaje el motor se paraba porque la gasolina que les habían vendido las mafias estaba adulterada con agua. El desenlace parecía claro. Estaba destinado a ser el mismo que tantísimas otras veces: cayuco a la deriva que zozobra y todos sus ocupantes se hunden con él, o que permanece a merced del oleaje hasta que la última de las personas de a bordo muere de inanición o de sed…
Pero en esta ocasión cambiaba gracias al periodista, quien, previsor, llevaba consigo un teléfono móvil (el único de la embarcación) para avisar a los servicios de emergencia en caso de que la hubiera. Un carguero ruso rescataba en peligrosa maniobra a los negritos y al francés y a los primeros los devolvían a Marruecos para que lo intentasen otra vez, se volviesen a deprimir por la miseria o la desesperanza o se murieran del asco. Fin de la historia.
En los días en que se fechaba el reportaje, y concretamente en las últimas y tristes declaraciones que hace uno de los ocupantes desde Rabat (08/08/08) tras la fracasada expedición, yo me encontraba en Marruecos con algunos amigos… ¡De vacaciones! (de hecho, la foto de la puesta de sol la hice yo desde las playas de Rabat, y apunta al “paraíso”).
No quería, no obstante, describir tanto lo que vi en la pantalla del televisor (supongo que pronto estará en Internet) sino lo que aquellas imágenes despertaron en mí.
Mis ojos acabaron empañados y me escoció una sensación de culpabilidad (por ser occidental) y de rabia (hacia los corruptos dirigentes africanos). Tristemente, supongo que el sentimiento que encendió al rojo vivo mi conciencia, se apagará pronto. Es así. La hipocresía de Europa y su indolencia hacia África es un hecho. No somos malas personas a propósito, pero vivimos bien nutridos gracias al malestar de otros (que son muchos más). (...)